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!["Me quito el sombrero. 'Cien años de soledad', la serie, deberíamos verla todos los colombianos": Aura Lucía Mera.](https://www.elespectador.com/resizer/v2/TQBULFVMTBDRTGLKPD2XLKOVY4.png?auth=40a0ae9d7df0081f8f60bf65c038a52fa5c522f2555821516c9e6ec205d693ce&width=920&height=613&smart=true&quality=60)
“Me quito el sombrero. ‘Cien años de soledad’, la serie, deberíamos verla todos los colombianos”: Aura Lucía Mera.
Foto: Netflix
Juré, juré y perjuré que no la vería. Que nadie me iba a cambiar mis imágenes mentales sobre Macondo y su historia. Mi perfil de Úrsula Iguarán era el de una mujer enjuta, como un junco. Remedios la Bella era rubia. Pilar Ternera era fea y gorda. Crespi tenía ojos oscuros y almendrados. Rebeca era frágil y desnutrida. José Arcadio, ya viejo y loco, seguía siendo flaco. En fin.
Ver la serie de Netflix no estaba en mi agenda. No iba a tolerar que nadie me quitara mis imágenes y mi interpretación personal. Estaba muy equivocada. Aprendí a entender por primera vez toda la dimensión de la tragedia.
En mis tres lecturas de Cien años de soledad, esa prosa única de Gabriel García Márquez, gestada con La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y En este pueblo no hay ladrones, me dejé llevar, como Antoñita la Fantástica, por el realismo mágico. Las mariposas amarillas, la levitación de Remedios, la peste del insomnio, la pérdida de la memoria. Y no comprendí —excepto la matanza de las bananeras— la verdadera tragedia que envuelve la historia.
Esa violencia de la cual no hemos podido salir porque la llevamos en la sangre, esos odios, las polarizaciones, las mentiras de los políticos, los egos, los amores violentos e inconclusos, la estupidez de la religión que todo lo contamina.
Terminé estos primeros ocho episodios con el corazón encogido. Porque todavía los colombianos no hemos tenido una segunda oportunidad sobre la tierra y seguimos condenados, en la noria, en el círculo maldito.
Quiero felicitar de corazón a los quijotes que se le midieron a este reto. Una serie reveladora y humana. Sus personajes son de carne y hueso, hijos de las ciénagas y los rincones olvidados, sudorosos, apasionados, pueblo raso, aristócratas inventados para quitarle la inocencia a los autóctonos.
Ver en la pantalla el derrumbe del sueño, la utopía pisoteada entre paisajes tropicales y sensuales, el desenfreno que se desboca y ensucia todo. Constatar que no se trata de nacer con cola de cerdo para convertirnos en monstruos. Ya llevamos el monstruo en el alma.
Leí la crítica ácida del escritor español, Sergio del Molino, en El País de España, autor que respeto y admiro. No comparto su visión de la serie. Se nota que no ha vivido en este país, que no ha tocado el alma de la sangre derramada, ni del odio, ni de nuestra verdadera historia. Se quedó en la prosa y su visión europea.
Me quito el sombrero. Cien años de soledad, la serie, deberíamos verla todos los colombianos. Comprender, mirarnos por dentro y permitir que el alma llore.