Marisa Paredes, más allá y más acá de Almodóvar


De Marisa Paredes, toda ella piernas, elegancia y rostro aristocrático, se puede decir lo que sin querer queriendo decimos muchas veces de nuestras mejores películas: «Es tan buena, que no parece española». Tanto su físico estilizado, de belleza tan refinada que a veces casi ni parecía belleza, como su espléndido talento y talante dramático, la hicieron ideal para papeles sutiles y complejos, atormentados a veces, pero siempre sin aspavientos ni sobreactuaciones, que la situaban por encima del resto del reparto y añadían a cualquiera de sus películas, por muy rabiosamente moderna que fuera, un algo de atemporal, decadente y secular. Un aire de gran dama del cine europeo de los años cincuenta a los setenta, que el cinéfago Almodóvar supo ver y aprovechar bien.
Sin duda fue el director manchego, obsesionado por la imagen y la idea misma de la diva, quien logró proyectar a Marisa Paredes sobre las pantallas internacionales, consagrándola como icono de su cine, pero también descubriéndola para un buen puñado de realizadores de prestigio internacional, que no dudaron en llamarla. Arturo Ripstein, el desgarrado y cerebral genio mexicano del melodrama de nota roja, contó con ella para «El coronel no tiene quien le escriba» (1999) y, sobre todo, para «Profundo carmesí» (1996). El surrealista chileno afrancesado Raúl Ruiz, la emparejó con Mastroianni en «Tres vidas y una sola muerte» (1996), y Roberto Benigni la aprovechó para su sobrevalorada «La vida es bella» (1997). Otros autores de prestigio que sumaron al suyo el de la actriz fueron el portugués Manoel de Oliveira, Amos Gitai, Alain Tanner o Cristina Comencini, sin duda al encontrarla a través de Almodóvar, pero sabiendo llevarla a sus propios territorios personales.

Historias del cine español

Que Pedro Almodóvar descubrió o, si se prefiere, redescubrió a Marisa Paredes es indiscutible. La convirtió en la icónica Sor Estiércol de su sicalíptica y deliciosamente esperpéntica, con un pie todavía en un surrealismo afrancesado y pánico, con ecos de Jacques Prévert, «Entre tinieblas» (1983), película fundamental de los ochenta. A partir de ahí, pasó a ser protagonista almodovariana absoluta, en su etapa como hacedor de melodramas para señoras modernas: «Tacones lejanos» (1991), «La flor de mi secreto» (1995), que la llevó a las puertas del Goya sin traspasarlas, «Todo sobre mi madre» (1999), «Hable con ella» (2002) y «La piel que habito» (2011), no serían lo que fueron sin la presencia avasalladora de Marisa Paredes.

Pero hubo una Marisa Paredes pre-Almodóvar. De orígenes humildes, toda su aristocrática imagen y estilo eran tan naturales como su voz inconfundible y sensual. Su pasión por el teatro y la interpretación la llevaron pronto a las tablas y al cine, abriéndose paso en papeles pequeños pero vistosos en policiales como 091 «Policía al habla» (1960) de José María Forqué o en la pionera del fantaterror ibérico «Gritos en la noche» (1962) de Jesús Franco. Fue con Fernando Fernán Gómez, en «El mundo sigue» (1965), con quien empezó a descubrir la relevancia del cine y sus muchas posibilidades.

Sus romances con el actor fetiche de Jess Franco, Antonio Mayans, y después con el gran director de thriller Antonio Isasi Isasmendi, de cuya relación a lo largo de seis años nacería su única hija, la familiarizaron con todos los aspectos del arte y la industria del cine español. Profesional ante todo, no le hizo ascos a ningún género: desde la comedia desarrollista del momento –El señorito y las seductoras (1969), por ejemplo– hasta el paella wéstern: la estupenda «Réquiem para el gringo» (1968) o «Fray Dólar» (1970). Al mismo tiempo, teatro y televisión cimentaban su carrera, participando en prestigiosas series y programas como «Historias para no dormir», «Teatro breve», «Estudio 1», «Ficciones», «Cuentos y leyendas» y un largo etcétera, que mostraron tanto su amplio registro como su estro dramático de altura.

Reina sin corona del grito

Ya en los ochenta, «Ópera prima» (1980) y después «Entre tinieblas», la llevarían al territorio de modernos y posmodernos, consagrándola musa de un cine español que lo que iba perdiendo en industria y éxito popular, lo ganaba en prestigio. Al menos, eso decían.

Lo cierto es que Marisa Paredes venía a ser algo demasiado bueno para ser verdad: un eslabón perdido y reencontrado entre el exquisito buen hacer, la profesionalidad y el estilo del teatro, el cine y la televisión clásicos de una industria del espectáculo española ya desaparecida pero añorada, y las posibilidades autorales, artísticas e independientes de los varios «nuevos cines» españoles que han existido o intentado existir con diversa fortuna, a los que ella supo aportar tanto esa profesionalidad y talento dramático de antaño, como su icónica figura e inquietante apostura, de alguna forma siempre moderna, estilizada y superior. Misteriosamente atemporal.

Algo que, para quienes gustamos de las anomalías del género fantástico y extraño, la convirtió también en presencia fundamental para títulos como «Pastel de sangre» (1971), «El espinazo del diablo» (2001) y, sobre todo, la genial «Tras el cristal» (1986), donde su magnífica estampa y empaque daban al perverso filme del malogrado Agustí Villaronga un toque netamente europeo, de giallo italiano, que le venía como anillo al dedo.

Si a ello sumamos sus apariciones en títulos como la citada «Gritos en la noche», en el thriller psicotrónico y político «El perro» (1977), a las órdenes de Isasi; en la serie de Chicho Ibáñez Serrador o como la impresionante «Carmilla» (1973) de «Ficciones», e incluso en la irregular pero no por ello menos psicotrónica «La piel que habito» de Almodóvar, podemos decir que con la muerte de Marisa Paredes, hemos perdido también a una de las reinas (sin corona) del cine fantaterrorífico español.

De una cosa podemos estar bien seguros, y es que con la desaparición de Marisa Paredes, más allá y más acá de su mito como musa de Almodóvar, se ha roto el molde. Ya no habrá más como ella, capaces de unir en una sola y única presencia, con una sola y ronca voz, las augustas virtudes de la escena clásica con la frívola elegancia de la modernidad más descarada y natural.

De Sor Estiércol a «Todo sobre mi madre»

Marisa Paredes se subió al pódium almodovariano, junto a Rossy de Palma y Carmen Maura, en 1983 con «Entre tinieblas». Dio vida a Sor Estiércol, una monja aficionada al LSD que se recluía en un convento junto a Sor Perdida, Sor Rata de Callejón y Sor Víbora. Se inauguró así una relación entre actriz y director que relució en «Tacones lejanos» (1991) o «La flor de mi secreto» (1995). De esta última cinta, que supondría la segunda nominación a los Goya de Paredes, surgiría «Todo sobre mi madre» (1999), un bombazo cinematográfico que compartió con Cecilia Roth, Penélope Cruz, Antonia San-Juan o Rosa María Sardá.



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