
Hay imágenes que no se explican: se descifran. La de Donald Trump ataviado como un Papa barroco, con capa nívea, tiara dorada y gesto de iluminado, no pertenece al terreno del humor ni de la sátira, sino al del delirio. Lo inquietante no es que exista: lo verdaderamente perturbador es que ha sido él mismo quien la ha difundido con orgullo y propagado por la mismísima Casa Blanca. No es una parodia, es un retrato del alma.

Trump no se disfraza de Papa: se representa como tal. El papa Donald. Y eso lo cambia todo, porque bajo esa imagen no hay una intención burlesca, sino una confesión simbólica. El Presidente de los Estados Unidos de América se ve a sí mismo no como un líder, sino como un elegido. Ya no pretende solo poder: quiere unción, aspira a la adoración.
Bajo esa imagen no hay una intención burlesca sino una confesión simbólica
El narcisismo no conoce límites, pero sí símbolos. Y vestirse como el Pontífice es elegir el más alto de todos. Es reclamar no solo autoridad, sino santidad; no solo obediencia, sino veneración. Es colocarse por encima de las instituciones, de la fe, del mundo mismo. Con esta imagen Trump no busca solo seguidores, pretende fieles.
Lo fascinante, y aterrador, es que este montaje fotográfico no provoca escándalo entre sus seguidores, provoca entusiasmo. Donde la inmensa mayoría ve una impostura kitsch, ellos ven una epifanía porque cuando el narcisismo se convierte en ideología, la realidad no importa, solo cuenta el relato. Y el relato, en este caso, es el de un salvador incomprendido, perseguido, glorioso… Un mártir de una sociedad que no merece respeto.
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Esa fotografía no es solo una irreverencia: es una radiografía. De una personalidad que confunde adoración con liderazgo, de una era que ha reemplazado la verdad por el impacto visual, de una política que ya no se piensa: se escenifica.
Donald Trump vestido de Papa, no es una broma pesada solo una semana después de enterrar a Bergoglio, es un espejo oscuro. Nos muestra hasta dónde puede llegar un ser humano convencido de ser más que un hombre y nos advierte del precio de convertir la democracia en un culto.