
Quizás la mejor despedida sea el silencio. Esa fue la que quiso Vargas Llosa. Pero no pudo ser. En el fondo, ambos fueron fieles a su estilo hasta el final. Él, con la literatura. Ella, con el control absoluto del relato en las revistas. El amor, cuando se pone demasiado guapo, suele salir mal en la foto. Y aquel idilio entre Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa, que comenzó como un romance de novela en letras doradas, terminó como un guion deslavazado, con celos, silencios y titulares a modo de epitafio. Pero, vistas las portadas con la perspectiva del tiempo y de la muerte, ¿no es evidente quién “llamaba” a los fotógrafos?

Fue un 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes —el mismo en que Boyer, su difunto marido, intervino Banesto en los 90— cuando Isabel, fiel a su estilo ceremonial y sin una lágrima fuera de lugar, anunció en su revista de siempre que todo había terminado. “Mario y yo hemos decidido poner fin a nuestra relación definitivamente”, escribió, como quien guarda las copas de champán tras un brindis forzado.

En 32 palabras dejó fuera ocho años de paseos por alfombras rojas, cenas con velas en Saint-Germain y apariciones conjuntas como si fueran la respuesta elegante al amor otoñal. La socialité que convirtió cada portada en una victoria personal y el Nobel que parecía haberse deslizado con gusto por el mármol frío del papel couché, se despedían sin abrazos ni lágrimas, cada uno por su lado, ella en Puerta de Hierro, él entre sus libros en el centro de Madrid.

La historia entre Isabel y Mario fue, desde su inicio, un artificio tan delicado como una copa de cristal de Murano. Se conocían desde hacía años, pero fue en una fiesta londinense, bajo la luz azul de los candelabros y con el rumor del champán subiendo como vapor de perfume, donde todo empezó. Él dejó a Patricia Llosa —mujer, prima y sostén de una vida entera— por Isabel, y aquello causó un seísmo que ni los académicos ni los presentadores de televisión supieron clasificar.

Al principio, como en toda película bien producida, los escenarios eran exóticos y los protagonistas parecían recién salidos del ensayo general del amor. Nueva York, Moscú, París. Ella brillaba como un diamante de Cartier, él asentía en las entrevistas con una media sonrisa. Isabel lo resumía con ese tono de emperatriz que nunca pierde la compostura: “Estamos maravillosamente bien como estamos”.

Mario se levantaba al alba para leer a Plutarco y hacer bicicleta estática
Pero el paso del tiempo —y del tedio— fue tirando del telón. Mario se levantaba al alba para leer a Plutarco y hacer bicicleta estática. Isabel no conocía el amanecer. Ella adoraba el protocolo de los actos sociales; él, el desorden creativo de su biblioteca. Las diferencias, que al principio daban morbo y elegancia, se convirtieron en grietas. De pronto, la misma casa empezó a parecerles estrecha. Las cenas se llenaron de silencios, y las miradas ya no se encontraban en el mismo plano. Y luego llegaron los celos. Ahí nació el relato que Isabel vendió como explicación del final. Según su entorno, Mario era un hombre asaltado por inseguridades.

Las “escenas de celos infundados” —palabras de su revista de confianza— eran, al parecer, frecuentes. Que si una llamada perdida de un armador griego en una cena neoyorquina, que si un mal gesto en el backstage de una gala. La versión que se impuso fue que Isabel fue indulgente, que soportó más de lo que se contó, y que al final, simplemente, se hartó.

Él, con voz cansada y gesto de profesor sin alumnos, dijo que aquello de los celos no era verdad. Que los medios exageraban, que la ruptura fue serena, que “eran dos mundos distintos”. En realidad, eran dos estilos de narrar la vida. Él, con frases subordinadas y adverbios bien puestos. Ella, con titulares estudiados, en donde nunca falta una foto luminosa, ni un toque de Chanel. La última escena tuvo lugar en Madrid, cuando ya dormían en casas separadas. Isabel, rodeada de flores y servicio, y Mario, en bata de escritor, caminando solo por las aceras de Recoletos, como si hubiera regresado de un sueño ajeno.

Se dijo que ella había pedido que no se hablara más del tema, y que él se refugió en sus manuscritos como un náufrago en una tabla con olor a tinta. Ahora que todo ha terminado —el amor, las cenas, el ruido—, queda el eco de lo que fue y la incógnita de lo que pudo haber sido. Dicen que nunca volvieron a hablarse. Que él murió rodeado de libros, como quería. Y que ella, cuando supo la noticia, no dijo nada.